«Venganza. Una de las emociones más cancerígenas que pueden residir en el corazón humano. Desde tiempos inmemorables, ha extendido su ponzoña entre la humanidad; el espesor de ese veneno ha ido oscureciendo paulatinamente hasta las almas más puras, más inocentes, privándola de virtudes tan bellas como la ingenuidad o bondad. Putrefacción, va dejando a su paso oquedad, un vacío interno únicamente lleno por el eco del odio, ahora convertido en una victoria efímera cuyo regusto amargo se transforma en la ya perpetua sensación de desdicha y desilusión. La venganza es la guadaña de la vida, el comienzo y fin de la misma. Cuando alguien siente venganza, sabe desde su mismo comienzo que está dictando su sentencia de muerte, escribiendo su nombre con una pulcra y perfecta caligrafía sobre su propio sepulcro.»

Los pasos resonaron sobre la madera del suelo. A su vez, las suelas chapoteaban sobre los densos charcos del líquido carmesí. Dos cuerpos estaban bajo la mirada indiferente del hombre, aunque solo uno de ellos continuaba respirando afanosamente. Su corazón menguaba los latidos, el preludio de un fin inminente y del cual no parecía haber escapatoria.

Los pasos se detuvieron. Los ojos castaños estudiaron ese rostro inexpresivo, pálido, teñido por una sangre ajena, símbolo de un homicidio que quedaba atestiguado entre las manos empapadas que sostenían el filo del arma. El metal, apagado entre el rojo intenso, cortaba unas palmas inertes y entumecidas.

El hombre exhaló. Ambos permanecieron inmóviles, aunque solo el cuerpo arrodillado parecía tener que luchar para lograrlo. El otro lo enfrentó, su mirada estudió el cadáver decapitado mientras una mueca de satisfacción se dibujaba en una sonrisa de colmillos afilados. Ladeó la cabeza; un ligero puntapié movió el tronco inerte para que no estorbase. Con movimientos estudiados e irrealmente elegantes, el desconocido se posicionó de cuclillas frente al joven muchacho. La mirada perdida de unos ojos negros quedó clavada en la castaña.

Alzó su mentón. De la boca del muchacho escapaban los últimos resuellos de una vida que se desvanecía; las últimas lágrimas caían en silencio, lágrimas de miedo por una muerte que no estaba preparado para abrazar. La sonrisa en el rostro ajeno se acentuó, despuntando en unas comisuras que semejaban esculpidas por la tétrica mano de lo macabro.

 Sé bienvenido al comienzo de tu fin, muchacho. – Y, el telón se cernió, amparado por los últimos rayos de luz rojiza del atardecer, tiñendo la sala al completo del color de la sangre, dejando como único testigo de lo acontecido el alarido de pánico y dolor de un chiquillo con las manos manchadas de un crimen con el que se mató a sí mismo.


IN THE MIDDLE OF THE NOTHING

CAPÍTULO 1: SÓLO TIENES QUE SABER QUE NO ESTÁS SOLO



El despertador comienza a sonar desde la mesilla, con ese pitido insoportable que perfora mis tímpanos. Cobijada entre las sábanas de la cama, hecha un pequeño ovillo entre las mismas, tengo la tentación de apagarlo y olvidarme de todo, continuar sumergida en la cama y dejar el tiempo pasar. Los minutos de seminconsciencia son demasiado agradables, escasos segundos, o con suerte eso, minutos, en los que tu cerebro todavía no ha procesado la información, en los cuales, todavía con los ojos abiertos, sigues sin ser consciente de la realidad que te rodea y a la que debes hacer frente cada día.

Benditos y escasos momentos de tranquilidad.

Finalmente, arrastro uno de mis brazos, tanteando la madera del mueble hasta que da, de manera torpe y afanosa, con el infernal despertador. Lo golpeo con fuerza, haciendo que el pequeño aparato se tambalee. Con pesadez, aparto lentamente las sábanas, hasta que mi rostro, refunfuñando, se topa con la luz del día que se filtra entre las ya descorridas cortinas. Tía Sophie ha debido de haber entrado, sin avisar, sin ni siquiera tratar de despertarme; supongo que le daría lástima interrumpir mi sueño. "Un momento..." Alarmada, me incorporo, dejando la pasividad de mis miembros a un lado, saltando prácticamente en el colchón mientras la busco con la mirada asustada, anhelante. "Tía Sophie no lo haría, ¿verdad? No la tocaría..." Sin embargo, mi respiración no se tranquiliza hasta que la ve. Ahí está, bajo los primeros rayos de luz de la mañana, descansando sobre el sillón del dormitorio, al lado de la librería, justo frente a mí, donde siempre la dejo, donde él la dejaba, cada noche, cuando tocaba para mí. Suspiro, un tanto más aliviada. Una leve sonrisa se va abriendo paso en mis comisuras, tan imperceptible que no llega siquiera a reflejarse en mis ojos. Pero, a fin de cuentas, es más de lo que he conseguido en dos largos meses.

- Buenos días. - musito, como todas las mañanas, mas, como siempre, sin saber si hablo hacia Dafne o hacia él. Supongo que para ambos. Echo las piernas por fuera del colchón, dejando que las plantas de mis pies se adhieran a la confortable moqueta. Como ya me temía, por cada segundo que se sucede, la consciencia me golpea como una bola de demolición.

Hoy es el último día de mi reclusión. Hoy debo volver al mundo.

Se me contrae el estómago. Sin percatarme siquiera de ello, mis manos han agarrado mis rodillas y y mi vista está clavada en mis pequeños pies. Tenso la mandíbula, me invade una repentina sensación de malestar, arcadas. No obstante, no hay escapatoria. Yo misma se lo he prometido a mi tía; le rogué solo un par de meses, dos meses de soledad, de tiempo para lamer mis heridas internas, para tratar de reconstruirme. Dos meses, y luego me recompondría, saldría de mi exilio voluntario y acataría la nueva vida que ella quisiera brindarme. Me acomodaría, me habituaría a la misma y así, de ese modo, no tendría por qué visitar ningún psicólogo. Ambas ganábamos, ella podría seguir hacia adelante, y yo... Y yo, sencillamente, no tendría que hablar frente a los ojos de un extraño del vacío que aún ahora me destroza por dentro.

Trago pesado. Bien, nunca he roto una promesa y a él no le gustaría que empezase a hacerlo ahora. Así pues, fuerzo a mis miembros a abandonar su inmovilidad, esa rigidez atenazante, y me pongo en pie. Paso una mano por mi maraña de cabello negro, nudoso. Actúo por pura inercia; me enfundo en la primera ropa que encuentro en el armario, sin fijarme siquiera si es la adecuada o no. Aunque, ¿acaso lo sabría? El mundo que me espera es tan diferente ahora que incluso algo tan banal como el modo de vestir es un misterio para mí. Mi armario está lleno de prendas poco convencionales, quizá tachadas de estrafalarias para cualquiera y, ahora para mí, es tan dañino ver reflejada la vida que dejo atrás, que tampoco tengo el valor para vestirlas. Así pues, me enfundo una camiseta negra, algo holgada, pero que cuenta de unas largas mangas con la que tapo parcialmente mis manos, una mera costumbre que arraigué durante estos meses, quizá incitada por mi creciente inseguridad. Unos vaqueros cualquiera, gastados, cubren mis piernas. Las primeras deportivas que encuentro son las que me calzo y, lo único ante lo que me veo segura, es la chaqueta que me enfundo. Ancha, unas cuantas tallas más de la que empleo, sin duda ni siquiera es de mujer, pero, para mí, vale más que cualquier otra prenda en este mundo. Es la cazadora de cuero que mi padre llevaba a los conciertos. Sin poderlo evitar, la huelo durante unos instantes. Incluso parece que, al hacerlo, vuelvo a escuchar el bullicio, los gritos de los fans, puedo ver su sonrisa y, sobre todo, vuelvo a sentir algo parecido a un hogar.

Para cualquiera, puede resultar un tanto extraño mi concepto de hogar, de familia, formada por un puñado de autocares y personal de servicio. No tenía una casa fija, el mundo era mi destino, mi casa, mi núcleo familiar, conformado por gente que, aunque no se unieran a nosotros por lazos de sangre, eran tan hermanos como el que más.

- ¡Lyssandra! ¿Estás bien?

Mis ojos, que se habían cerrado sin yo siquiera percatarme de ello, vuelven a abrirse. Aparto mi rostro del cuero, obligándome a mí misma a agarrar la bandolera que mi tía me había comprado, que ya está repleta de todo el material escolar. Inspiro profundamente. "Bien, vamos allá."

*****

Tras el desayuno, tía Sophie se ofreció a acercarme en coche hasta el centro. Bien le insistí en que no era necesario pero, ahora que ambas estamos en el automóvil, en silencio, me doy cuenta de que quizás ella llevaba esperando un momento para estar juntas desde hace mucho tiempo. Eso me hace sentir culpable, aunque la culpabilidad es superada por la mera incomodidad. Finalmente, el coche se detiene. Observo a los estudiantes hablar entre ellos de forma despreocupada. El bullicio adolescente invade cada rincón de la extensa explanada de césped que preside el gran edificio que conforma el instituto.

- Vendré a recogerte a la hora de la salida. - habla mi tía Sophie. Aferra con tanta fuerza el volante que parece que incluso esté ella más nerviosa que yo. - Lyssie... Si tienes cualquier problema, no dudes en llamarme, enserio. 

Asiento, sin ni siquiera llegar a mirarla directamente a los ojos. Trato de sonreír, de transmitirle que todo va bien. Quizá así también lo crea yo misma. - Sólo son adolescentes... Todo va a ir sobre ruedas. 

Así pues, respirando profundamente, abro la puerta, saliendo del coche. Y, entonces, el corazón se me acelera de un modo inesperado, y mi respiración se quiebra al estar rodeada de mil rostros desconocidos. "Vamos, Lyssa, serénate." No opto por socializar, puesto que es algo para lo cual necesito tomarme mi tiempo, y mis pies se mueven a la velocidad de la luz sorteando a los presentes hasta llegar a las puertas de entrada del instituto Northridge Preparatory School.

Avanzo con lentitud. En cuanto doy un par de pasos, un timbre resuena sobre mi cabeza, sirviendo como presagio a una completa avalancha de estudiantes. Tratando de obviar un par de empujones, me guío por puro instinto en busca de la delegación del centro. Esta jauría es demasiado estresante para un cuerpo acostumbrado a una constante tranquilidad y soledad, por lo que debo de hacer un gran esfuerzo para controlarme a mí misma y no sucumbir ante el creciente pánico.

Por eso mismo, cuando al fin diviso frente a mí la sala de delegados, casi estoy tentada a soltar un grito de júbilo. Mis manos temblorosas ciñen el pomo, lo giran de manera imperante, desesperada... Y, debida al puro pánico, ni siquiera llego a divisar a la otra figura hasta que me golpeo con la misma. Me tambaleo, mi cuerpo pierde el equilibrio, doy un traspiés, pero una mano tira de mi antebrazo antes de que llegue a caerme.

- ¿Te encuentras bien? - Y es entonces cuando me encuentro con esos ojos ambarinos, una mirada que parece refulgir con tanta fuerza que, de pronto, me siento enteramente calmada.





*Título del capítulo dedicado a la canción de Carolyn de Black Veil Brides*

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